Ella Fitzgerald (25 de abril 1917, Newport News, Virginia-15 de junio 1996, Beverly Hills, California y Sarah Vaughan (27 de marzo 1924, Newark, NJ-3 de abril de 1990, Hilden Hills, California, fueron sin lugar a dudas las máximas cantantes de la música popular y el jazz de los Estados Unidos.

Se diría que la primera, nacida en un hogar religioso muy humilde en lo que hoy ya no es más pueblo en el sur de Virginia, ganó la primacía por su voz de mezzosoprano, el dominio del scatt, una forma de cantar que imitaba a los instrumentos y su perfeccionismo al escoger a sus músicos.
Nadie la ha superado en la interpretación del cancionero de George and Ira Gershwin, Rodgers and Hart, Irving Berlin, Harold Arlen, Jerome Kern, Johnny Mercer y Duke Ellington, los más grandes compositores populares y algunos de ellos directores de orquesta de reconocimiento mundial.
Ella Fitzgerald fue acogida por las famosas orquestas de Count Basie, Duke Ellington, Earl “Fatha” Hines, de Chicago y Louis Amstrong, de New Orleans. Con Armstrong grabó varios discos de larga duración en la época del acetato y la era del Cd. Su canción What a Wonderful World, que interpretó a dúo con la diva, se enseña en las escuelas de los Estados Unidos, como obra de consulta.
“Ella y Lois”, como se titula una serie de los discos conjuntos, mantuvieron su relación espiritual y musical hasta la muerte del insigne trompetista, en 1971. Esa noche, cuando los teletipos de los medios en todo el mundo anunciaron su muerte, escribí, para en Radio Cristal, una reseña sobre la vida y obra del músico, que leyó con su bien timbrada voz el actor Felipe Gil, en su programa de la emisora.

Durante mis años como diplomático en Washington, DC., y de tantas veces ver en los escenarios a la Fitzgerald, me encaminé un fin de semana a Newport News, que tenía ese nombre por un periódico que existía a principios del siglo pasado. Para la fecha de mi visita NN estaba ahogada por la modernidad.
Fitzgerald tuvo todos los títulos: La Gran Dama de la Canción; Lady Ella, la Reina del Jazz, y así así a lo largo de su exitosa carrera y vida, aunque no ausente de sufrimientos sobre todo en sus inicios, antes de su debut en el teatro Apolo, de Harlem, una catedral de las voces de color en una era de discriminación dondequiera.
Wikipedia dice que junto a Billie Holiday y Sarah Vaughan “está considerada como la cantante más importante de toda la historia del jazz (y, en general, de la canción melódica popular de los Estados Unidos)”. Cuando vi por primera vez a Ella en 1976, la Holiday ya había fallecido tras una vida tormentosa.
Fitzgerald llegó al teatro Apolo con humildes vestimentas para participar en una competición. Años antes había sufrido vejaciones, se había ausentado de la escuela y los percances familiares la persiguieron hasta su triunfo al competir en 1934, a los 17 años en un certamen para nuevos talentos.
A poco tiempo el maestro Chick Webb le dio entrada en su orquesta que se presentaba en el Harlem Savoy Ballroom. Su carrera fue meteórica. En 1938 grabó “A Tisket a Tasket”, que cantó siempre hasta su última presentación en el Carnegie Hall, que pudo ser en 1994, ya muy débil por la diabetes. Ahí estaba yo.
Cuando terminó ese maravilloso concierto, el auditórium entero del Carnegie Hall la distinguió como una ovación de pies interminable. Ya se le veía muy frágil, casi ciega y extremadamente delgada. Había perdido la salud, pero no la dignidad. Apareció en dos sets y se cambió los trajes vaporosos de colores pastel.
Desde que la vi por primera vez en 1976 mientras estaba en Nueva York como uno de los miles de invitados extranjeros del Departamento de Estado, por el Bicentenario, me nació una devoción por Ella que todavía dura. La vi desde ese momento casi anualmente en el Newport Jazz Festival, que cambió de nombre a Cool Jazz Festival y finalmente a JVC Jazz Festival hasta su cierre a mitad de 1990. En su última presentación en el Carnegie y cuando su fin se veía cerca, un puñadito de fieles seguidores esperó su salida por la puerta posterior del teatro en la calle 56 para verla por última vez y decirle en voz alta: “We love you Ella”……….. “I love you too”, respondió.
Ella Fitzgerald era impresionante. Cantaba los American Standars como ninguna otra cantante de su generación y posteriormente, pero su versatilidad la llevó a adaptarse bien a las composiciones de los ingleses John Lennon y Paul McCartney, y de los brasileños Tom Jobim, Joao Gilberto, Vinicios de Moraes. Tuvo, pues, su cancionero brasileño.
Su perfeccionismo la llevó a rodearse de maestros en sus tríos. Unas veces la acompañaba al piano Tommy Flanagan y otras veces, Oscar Peterson. Durante años tenía como contrabajista a Ray Brown, una figura discreta que estaba siempre puntual manteniendo el ritmo. Por algunos años fue esposo de la cantante y tuvieron un hijo, Ray Brown Junior, quien les dio una nieta. Ya consumida por la diabetes y con sus piernas amputadas, se retiró a su mansión de Beverly Hills, donde estaba rodeada por su corta familia y podía escuchar el trino de las aves.
Con Sarah Vaughan, Miss Ella hizo un dúo incomparable aunque apartadas. La Vaughan cantó también la música de los grandes compositores norteamericanos y produjo su álbum de estudio “Copacabana”, que causó enorme emoción en el gran país sudamericano y en los Estados Unidos. Esa producción tuvo lugar en el momento de más auge de la bossa nova, después del afianzamiento de Sergio Méndes y Brasil 66, con la producción del trompetista Herb Alpert, a quien debo dar un tratamiento aparte.

Sarah Vaughan participó en los grandes festivales de jazz de Nueva York mencionados que dirigió George Wein. Wein estaba en el Jazz Cruise en el año previo a la pandemia. Ya era octogenario, pero nadie le había quitado su puesto como el mayor promotor, gran pianista y empresario de fama. Lo vi en ese crucero en enero de 2020. Su fallecimiento se produjo en septiembre del 2021.
La Vaughan, Sassy como la llamaban, o a veces La Divina, de Newark, tenía una voz de mezzosoprano, pero a veces bajaba a registros de contralto con gran sonoridad y dominio de su fraseo para cantar música derivada de la época del swing. Era pianista muy fina, que en ocasiones bromeaba en el escenario con acordes de la música clásica europea que la gente acogía con gusto y gracejo. Pero lo suyo era la canción popular y el jazz.

Dejó en Newark, NJ, su ciudad natal un festival con su nombre y una competición de la cual han salido en los últimos años dos portentos de cantantes: Cécile McClorin Salvant, haitiano-norteamericana (33 años) y Samara Joy (23 años), norteamericana, la última revelación, ganadora en el 2019 y considerada por la revista Jazz Times como la mejor artista nueva del 2021.
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